No es un secreto o no lo es entre los especialistas que la economía argentina, y sobre todo la actividad industrial, es muy dependiente de bienes e insumos importados. Nada nuevo tampoco, sino un fenómeno que viene de lejos y ya tomó forma estructural.
El problema es que además las exportaciones no crecen al ritmo que debieran crecer o, dicho de otro modo, no generan tantas divisas como requiere sostener la estantería. Y el riesgo que sigue son las cíclicas turbulencias del sector externo.
Esas turbulencias están ausentes de momento, pero acechanzas no faltan. Como lo prueban las últimas cifras del INDEC.
Dicen que entre enero y junio el balance comercial arrojó un déficit de US$ 2.613 millones, que proyectado a todo el año andaría por US$ 9.000 millones.
Puede ser inferior, desde luego, solo que empujadas por el repunte de la economía las importaciones crecen 13% y las exportaciones apenas un 0,8%. No parece entonces que este cuadro vaya a cambiar demasiado a corto plazo.
El trasfondo surge nítido en datos de la consultora Abeceb: la tercera parte o más de la producción industrial está atada a bienes con valor agregado en el exterior. Es menor, del orden del 5%, donde el país tiene ventajas, como alimentos y bebidas, y muchísimo mayor, hasta el 80%, en máquinas, equipos y especialmente electrónica.
¿Y cuáles son los sectores proporcionalmente más dependientes?
Según la consultora, de nuevo maquinaria y aparatos electrónicos; la industria automotriz y la de autopartes; las básicas que usan metales y la química.
Está claro que ningún país debe producir, ni produce, todos los bienes que su economía demanda. Aunque también luce claro que el cuadro a la vista no es ni de lejos el mejor y que urgen reconvertir sectores y políticas orientadas a modernizarlos.
Nadie puede pretender que algo semejante ocurra en poco tiempo, pero se sabe que de por medio hay nada menos que trabajo nacional, salarios nacionales y, al fin, condiciones de vida. Acopladas van las divisas, imprescindibles para sostener un país en crecimiento.
El Gobierno ha puesto el foco en por lo menos dos requisitos necesariamente necesarios. Se llaman productividad y competitividad. Lo que continúa y las acompaña es la inversión real, más el telón de fondo de una economía que atrasa casi sin excepciones.
Varios datos del año pasado cuentan dónde estamos parados, aunque más riguroso sería decir dónde quedamos empantanados.
El intercambio comercial de autos y autopartes o exportaciones versus importaciones arrojó un déficit de US$ 7.538 millones. Otro de US$ 8.115 millones en maquinarias y equipos. La electrónica de Tierra del Fuego anotó US$ 4.442 millones. Y el combo químicos y farmacia, US$ 3.900 millones.
Con calzado, textiles e indumentaria la cuenta de Abeceb escala a casi 26.000 millones de dólares. Vale insistir: esto pasó en solo un año y viene pasando desde hace años.
Harina de otro costal o del mismo costal es el caso de la industria automotriz. En los siete primeros meses, el 70% de las ventas fueron autos importados. De peor en peor: en igual período del año pasado habían sido 60%.
Concretadas por las mismas terminales que fabrican para el mercado interno, las importaciones oscurecen cualquier anuncio sobre el crecimiento de las ventas y de los patentamientos. Y todo se rige por un modelo armado desde las casas matrices, superando incluso cotas fijadas por el gobierno argentino.
Los números seguramente ya abruman, pero sirven para mostrar a qué profundidades se ha retrocedido y la magnitud del salto que hace falta pegar.
Medidas en cantidades, que es la mejor medida de lo que puede y no puede la economía, entre 2000 y 2016 las exportaciones subieron un 11,5%. ¿Y cuánto las importaciones?: 112% o diez veces más. Los ya comentados números de este año revelan que el desajuste sigue viento en popa.
Cuando se mira al interior de las ventas emerge otro dato inquietante: la creciente primarización del comercio exterior. Hoy el 67% de las exportaciones está compuesto por bienes primarios o “manufacturas de origen agropecuario” y apenas 30% por producción industrial.
Esto es, mucho con escaso valor agregado directo contra muy poco con valor agregado directo. Más fuerte dependencia de una serie limitada de bienes o, redondamente, de un solo grupo, el complejo sojero que representa un tercio de las exportaciones.
Por si es preciso decirlo, valor agregado equivale a trabajo agregado y a empleo.
Un ejemplo ya cristalizado sale del comercio con China, convertido en el segundo mercado de la Argentina y donde pegado al de Brasil se concentra el mayor déficit bilateral. Prácticamente todo lo que va hacia allí es soja y lo que viene de allí, pura industria.
Junto al agujero comercial y a otras vías por las que salen dólares, como el turismo, el panorama completo le pone límites al financiamiento fiscal con deuda externa y marca el riesgo de turbulencias encadenadas, justamente, al factor divisas.
De nuevo, un trabajo monumental para darle competitividad a una economía que no la tiene. Y no se trata sólo de retraso cambiario, aunque sea un tema.