El día que la Argentina instaló el cerrojo cambiario, allá por 2011, renunció a tener una política comercial propia. Desde ese año, el gobierno de Cristina Kirchner tuvo como objetivo central frenar el drenaje de reservas que se inició después de haber forzado un cambio de autoridades en el Banco Central, un año antes. Las trabas al comercio exterior se multiplicaron, sin importar quien fuera la víctima. Brasil, destino principal de las exportaciones industriales argentinas, sufrió las consecuencias en su propia economía.
Ese historial negativo es el que debe borrar el gobierno argentino. Mauricio Macri apostó a retomar la relación económica, por convicción pero también por necesidad. Lo ayudó la destitución de Dilma Rousseff y su reemplazo por el abogado Michel Temer, un dirigente del mayor partido político brasileño, el PMDB, dispuesto a dejar atrás las peleas y las rivalidades.
Pero el escenario en el que deberán moverse ambos gobiernos no tiene nada que ver con el de un año atrás. Tras su llegada a la Casa Blanca, Donald Trump reseteó toda su política de acuerdos comerciales. Puso en revisión el Nafta, pulverizó el Transpacífico y todavía no sabe cómo será su relación con Europa, alterada hasta la médula por el Brexit.
La Argentina, que ocupa la presidencia temporaria del Mercosur, está dispuesta a recuperar el tiempo perdido. Prefiere consensuar con Brasil el avance sobre nuevos mercados antes que consumir energías en el rediseño de la alianza regional. África, por cercanía, y Asia, por su potencial económico, deben ser objetivos naturales. En conjunto, los países del bloque son los principales exportadores globales de soja y carne vacuna. Su rival es EE.UU., que por el revisionismo que abrió Trump puede perder espacios en el mercado mundial.
El Mercosur tiene problemas, pero también oportunidades. Habrá que ver si es capaz de aprovecharlas.